jueves, 11 de noviembre de 2010

HABLANDO DEL ASUNTO


La construcción de un libro feliz
Por Federico Reggiani

Sobre Memorias de un niño bombero,
de Alejandro Jodorowsky con ilustraciones de Max Cachimba (Planta, 2010)



Este bello libro editado por Planta, parte de una exquisita colección de “cuentos ilustrados para jóvenes y adultos”, parece el viaje al futuro de un lector de historietas de los ’80. Un libro del guionista de Moebius con ilustraciones del ganador del concurso “Fierro busca dos manos”. Es notable cómo uno puede leer, de un autor, un fragmento: resulta que Jodorowsky es, además de ese guionista de historietas con una rara habilidad para mezclar misticismo con ironía y ritmo narrativo, un escritor, dramaturgo, poeta, director de cine y psicomago. (Sí, dice “psicomago”).

Este “cuento mágico para niños mutantes” narra la historia de un nene de seis años (cumple siete hacia la página 33, en que se “hace un hombre” y queda encerrado dentro de su mente), que vive con su padre, un bombero, y una maga que lleva dentro de su cuerpo, que se parece mucho a su madre muerta (mide tres metros y medio y tiene una larguísima cabellera) y que aparece, bostezando, cuando el nene está en peligro. Los peligros se suceden, casi siempre por el duro entrenamiento al que lo somete el padre.

Una aclaración personal me parece, por esta vez, pertinente en una reseña. Tengo serias dificultades para no abandonar un libro que hable de magia, de almas y de elevaciones místicas a la unicidad cósmica. Porque Memorias de un niño bombero, que leí como literatura fantástica, como un cuento maravilloso, intuyo que es para su autor un modo de la literatura realista. Aún así, lo leí completo y disfrutándolo más allá de su metafísica, que me resulta entre fastidiosa y trivial. Si eso ocurrió es, creo, por dos razones. La primera, es la prosa: por suerte, las fantasías místicas son también textos escritos, y Jodorowsky escribe bellas frases. Como en la ocasión en que el nene le ordena a un moribundo que no cruce la frontera de la muerte:

La sangre es suya y por eso debe obedecerle, así como yo obedezco a mi padre: déle la orden de dejar de escurrirse, dígale que no es ninguna serpiente colorada para reptar así por la calle. Deje que sus pulmones, absorbiendo y exhalando, jueguen con el aire; despéguese del dolor, encumbrándolo como una cometa lo más arriba que pueda; siéntase transparente y tranquilo, con la seguridad de que yo estoy aquí para que nadie venga a robarle la vida.




La segunda razón por la que disfruté este libro es que su propósito pedagógico es tan extraño que se vuelve fascinante. Menos lineal que aquel intolerable niño rubio que fastidia a los aviadores que aterrizan en el desierto –con el que comparte alguna frase casi textual–, el niño bombero se enfrenta al amor cruel de su padre y a la incomprensión por sus experiencias místicas que, por otra parte, se parecen más al delirio de las las máquinas parlantes de Laiseca, otro creyente, que a los relojes de Sai Baba: hay gnomos cuyas carcajadas suenan como bolas deslizándose por pistas de azúcar, hay sanguijuelas cristalinas, conglomerados de muertos, mujercitas de agua que despanzurran una nube.

“Somos felices”, dice el niño bombero en el último capítulo. La construcción de un libro feliz es un regalo.

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