por Daniel Link para Perfil
Eugenia, mi hija mayor, nació en 1983. Tomás, mi hijo menor, nació en 1985. Los educamos democráticamente, lo que en algún sentido determinó sus temperamentos infantiles (y también los actuales). Cuando queríamos dormirlos, se resistían a hacerlo (Eugenia más que Tomás). Había que cantarles canciones sin respiro, y contarles cuentos. Inventé, para ellos, "Los artistas del bosque" que, por su estructura, permitía la interpolación incesante de peripecias que se iban sumando unas tras otras mediante el artificio retórico “en eso....”.que, en algún sentido, permitía la interpolación incesante de peripecias.
Hace un par de años, Luciana Delfabro, que dirige Planta Editora, me convocó para que realizara una adaptación para chicos de Las mil y una noches, encomienda que acepté porque siempre me había interesado experimentar con el género, y porque habría de obligarme a una lectura menos fragmentaria de esos relatos milenarios. En el proceso, en la conversación con Luciana, surgieron amistades en común (Maite Alvarado), proyectos y confidencias varias. Le mandé a Luciana la versión escrita de aquella vieja invención paterna y nocturna mía. A ella le gustó y decidió publicarla. María Guerrieri dibujó unas láminas hermosas, cuyo ritmo se fue ajustando con el del texto poco a poco.
En algún momento, Luciana (inteligente y exquisita, como cualquier persona interesada en la literatura para chicos) sugirió que hiciéramos un Kamishibai: láminas que se disponen como telones, con el texto detrás, para ser leído con muchas inflexiones, lo que, en algún sentido, ponía al cuento en relación con otro capricho mío: el teatro.
El resultado es un objeto soberbio que me enorgullece y me conmueve al mismo tiempo y que fue presentado en el Malba, y también en Villa Fiorito, de la mano de Fernanda Laguna. Cada vez que yo lo he puesto ante la mirada curiosa de niños analfabetos, cada vez que, en las últimas semanas, lo he leído para audiencias infantiles de uno, dos o tres integrantes, la experiencia me devolvió a aquellas noches de la década del 80, cuando mis animalitos se imprimían en las conciencias adormiladas de mis hijos y todo estaba, todavía, por hacerse.